miércoles, 4 de julio de 2018

El libro de la microquedada

Gracias a María Dolores Rubio de Medina podemos disfrutar de todos los relatos de la ruta en un precioso pdf y, de paso, descubrir a qué autor corresponde cada uno de los textos. ¡Buena relectura!

domingo, 10 de junio de 2018

Crónica oficial de la microquedada



Prefacio

He escrito una crónica que quizá se os antojará excesiva o fuera de lugar. Por ello, quiero trasladaros que es mi más sincero homenaje a un evento que me ha cambiado en muchos sentidos. Como no sé hacerlo de otra manera, he empleado para ello la literatura. La omisión de todos los nombres es pretendida: como es natural, no tuve tiempo de hablar con muchos de vosotros, y me parecía injusto mencionar a personas con quienes no he tenido el placer de compartir siquiera unos minutos. Sin embargo, sois todos, con los que hablé y con los que no hablé, con los que no hablé pero a quienes escuché, y con quienes ni hablé ni pude escuchar, los que habéis hecho de este evento algo muy especial. 

Una vez más, mi más profundo agradecimiento a los organizadores por su titánica labor para que el evento fluyera como el río por su cauce. Como todas las grandes labores, no se notó que estaban ahí detrás, y por eso tenemos que reconocérselo por partida doble. 

Yo, que tantos escritores he sido, no he sido nunca aquel en cuya obra se estremecía otro escritor 

Llegan ustedes tan ufanos. En tren. En coche. En avión. Se asombran con la ciudad luminosa, la de los mil recovecos, Sevilla. Algunos no han venido porque ciertos artificios los retuvieron en sus ciudades o en sus casas. Les da vergüenza reconocer un incidente que nadie más que ellos creería, así que ofrecen una excusa cordial y se recluyen, temerosos y perplejos. No sospechan que esos impedimentos (un autobús que cambia de horarios sin previo aviso, una serie de calles cortadas en el momento preciso, un familiar que enferma de repente) tienen un objetivo muy concreto y un causante preciso. 

A los que están (a los que se les ha permitido estar) los recibe una noche ecuánime. El lugar se llama Río Grande. Una trifulca por el oro podría ser el disparador para una buena historia. ¡Ay, cuánto ignoran! De no ser así, regresarían corriendo. Aunque sería inútil. Ya no pueden más que seguir adelante. Se saludan con sincera efusión. Tratan de reconocerse en otros, de identificar en ellos los miedos propios y ganarse algo de alivio. Muchos de ustedes se sienten pequeñitos porque creen que los otros son enormes. Si probaran a declararlo en voz alta, esos gigantes se desvelarían como seres míticos. Pero no lo harán. Porque si hay una sola posibilidad de que sean reales, así se harían más poderosos, y ustedes más nimios. 

En todas las conversaciones, que son una sola conversación repetida y variada levemente, surge a veces una chispa. Es un brote de épica. Una llamita de pasión. Con tantos escritores ahí fuera, en el frío páramo de las librerías físicas y virtuales, atreverse a alzar la voz, aunque sea un poco, es ya un prodigio quijotesco. Y ustedes la elevan, y se elevan, y los elevan a ellos, sus lectores. 

Es curioso. Los lectores están siempre ahí. Como a los animales sagrados, no se les nombra en voz alta, pero su influencia es clara. Dominan todo el proceso. Conversan con ustedes, los autores, antes de que su obra empiece siquiera a discurrir por el papel. Los interrogan. Los cuestionan. A veces, los humillan. Ese lector arquetípico se antoja vago, informe, difuso. Pero a medida que la obra va creciendo, se empieza a definir. Hay ciertos privilegiados que tienen lectores de carne y hueso, con los que hablan y se hacen fotos de vez en cuando. El oficio del escritor es de distancias. Físicas y mentales. Y salvarlas requiere mucho esfuerzo. Es normal que haya quien se canse y se quede a lo lejos, en su soledad imperturbable. 

No ustedes, claro. Ustedes han salido, como se dice ahora, de su zona de confort, que es un eufemismo de adentrarse en el peligro incierto. Y así es, como ya descubrirán más tarde. Por ahora, baste decir que no llegarán ustedes al final de esta aventura tal y como la iniciaron. 

Va cayendo la noche. Ustedes se fotografían juntos, sonrientes y despreocupados. Se viene a la mente de alguno aquella frase tan certera del filme One Hour Photo: «Las fotos familiares suelen mostrar rostros sonrientes, nacimientos, bodas, vacaciones, fiestas de cumpleaños de niños… la gente hace fotos de los momentos felices de su vida. Cualquiera que mirara nuestro álbum de fotos concluiría que hemos tenido una existencia dichosa y de ocio. Libre de tragedias. Nadie hace nunca fotografías de las cosas que quiere olvidar. » 

En secreto quedan las aventuras extremas de alcohol y sexo que rondan las reuniones literarias, aun de manera ficticia. Un escritor es un bohemio en el peor sentido de la palabra, y por eso merecen ustedes, todos ustedes, permanecer recluidos de por vida. 

En la mañana del sábado, unos cuantos desocupados se disponen a viajar en el tiempo en los estudios de RTVE en el Parque del Alamillo. Justo 5 horas hacia el pasado. Y allí, entre risas y palabras medidas y hermosas, diseccionan no solo el microrrelato, sino también los motivos que los llevan a estar aquí, ahora. El motivo. Porque es uno. El mo-ti-vo, dicho así, despacio, sin prisa, como si no importara pero con gran importancia. Es algo que jamás reconocerían, y que de hecho no mencionan tampoco ahora. Pasan rodeándolo. Emplean metáforas. Construyen puentes para pasar por encima. Pero no lo materializan en su discurso. Ese motivo es el miedo. A ustedes los mueve el miedo. Si no tuvieran miedo, no sabrían qué decir. Si no tuvieran miedo, no surgiría en ustedes la literatura. Al final, a poco que cavas un poco, no encuentras más que miedo. Al dolor. A la ausencia. A la pérdida. A la muerte. A uno mismo. 

Como en cualquier narración con cierta profundidad, la trama se bifurca varias veces. Unos van a hacer turismo por la ciudad, y otros deciden sentirla a través de una ruta literaria. En menos de dos horas, se pasean por siglos y milenios, por traiciones y matanzas y desastres naturales. Por una ciudad que está hecha de historias vivas que aún resuenan en cada una de sus piedras. Una de esas anécdotas les conmueve. Se trata de los escritores de la Generación del 27, ahora considerados semidioses, y en su momento muy parecidos a ustedes. Animados por la elevación de sus poemas, se reúnen en Sevilla en el seno de una convención que, si le preguntáramos a un profano, describiría como multitudinaria. Pero lo cierto es que estuvieron solos. Nadie fue a verlos. Ustedes se indignan, no comprenden, protestan. Y en su interior, se identifican con ellos. Se saben muy lejos de su maestría, pero son en puridad humanos, y por tanto, falibles y temerosos. Descubren, aliviados, que nadie tiene garantizado el éxito, y que una fotografía tomada en un evento entre amigos en 2018 bien podría convertirse en un importante documento gráfico años después. Y sí, así es. Y por eso los sigo tan de cerca. 

Pronto llega el momento cumbre del fin de semana. Ahí es donde casi todos concurren y conversan, ríen, beben y se miden con los otros. No con la intención de saberse mejores o peores, sino para verificar que el otro también sufre y se bloquea y se viene abajo. 

En un momento confuso, se intercambian amuletos con formas diversas: gorras de policía, un tirachinas narrador, relojes que no están hechos de tiempo, un robot inmóvil, unas bragas monstruosas. Cada amuleto tiene alma de microcuento, como si su esencia se hubiera solidificado en un cuerpo material. Nadie termina de notar que, al tocarlos, se produce un intercambio inefable: una parte del escritor se quedará para siempre en el objeto, y una parte de este permanecerá en el escritor sin remedio. 

Tras este ritual, se falla un concurso en el que una serie de personajes ilustres de Sevilla vuelven a la vida por un rato, se mezclan con la literatura y luchan por no volver al reino de las sombras. Nombres que podrían ser también ilustres suenan por un instante en la sala. 

Se presentan libros. Sus autores, en secreto, se preguntan qué mérito hay para presentarlos allí. Suceden hechos inexplicables. El presentador ignora el contenido de la obra que debe presentar. El libro ignora la voz del presentador. En un momento dado, el libro comienza a hablar por boca del presentador. Y surgen monólogos memorables, ironías, fogonazos que son de todos y no son de nadie. 

Creen ustedes, los noveles que leen ahora, tímidos y cautos, que nadie quiere en verdad escucharlos. Están abriendo el pecho y mostrando su alma y no perciben qué sucede en la cabeza de los otros. O en su corazón. Ustedes, los que escuchan, se están transformando y no saben cómo ir a agradecerle a quien está leyendo. Es un muro invisible que se achica un poco a causa de los aplausos. Y así, sin previo aviso, aparecen Lorca y el blues, una combinación que el propio granadino hubiese aprobado. 

La tarde, que habían creído inmortal, se va apagando y el lugar va exhalando escritores. Queda apenas una burla de lo que había sido, pero varios de ustedes todavía tienen arrojo para seguir tocando, cantando, trasladando emociones de unos a otros. Eso nunca les cansa y les hace perder la noción del tiempo. 

El evento se cierra con una cena. No será la última. Solo la que precede una serie infinita de cenas similares pero disímiles en el fondo. Las conversaciones se apresuran en alcanzar al mayor número posible de contertulios, pero alguno queda sin tocar. Hay quien piensa que se podrían estar sirviendo los cuerpos de los que no están. Otros creen estar bebiendo algún tipo de ambrosía narrativa, que con suerte los hará no ya más capaces, sino más arrojados, más despreocupados y lenguaraces. Los últimos besos y abrazos semejan las notas finales de una loca pieza de jazz que no tienen un espacio definido. Es esa sensación de anhelar lo que vendrá en un año, sin querer soltar lo que se les está terminando de escurrir entre los dedos. 

A partir del domingo, les parece a ustedes estar regresando a casa. Albergan la ilusión de haber empezado a organizar ya la próxima cita de este evento literario en tierras gallegas. Creen (tienen que creer) que son ustedes los que están al mando de estas decisiones. Siento decirles que ya no son ustedes, escritores, quienes están realizando todas esas tareas. No son ustedes quienes van a reír con sus familiares ni quienes escribirán grandes relatos. A estas horas son ya mis prisioneros. Los he ido escribiendo, y mientras escribía los iba desgajando en letras. y mientras los desgajaba los iba reemplazando por fragmentos de mi obra. La sustitución ha sido gradual e indolora, pero ya no son más que personajes de ficción a mis órdenes, al tiempo que su voluntad yace entre las páginas de mis libros. Empecé experimentando con aquellos a los que retuve, y luego me centré en el resto. Yo, que me alimento del miedo, les daré la seguridad que no tenían y paso a paso iré permutando a todos los seres que componen el mundo. Uno a uno, con paciencia incansable, hasta que ya no quede miedo en ninguna parte.

La saeta



El reflejo dorado deslumbraba el bermellón de la barba. Elevaron anclas, y al sentir el suave desliz del agua bajo el casco del barco, se estremeció. Recordó cómo su espada, manchada de sangre, atravesaba la seda perfumada de azahar y el desgarro de un quebrado quejido conquistó su corazón.


Claudia Ravello (Marta López)

Piedras de río


Primero crecía el ojo derecho. Luego, menguaba, y aumentaban el izquierdo y la nariz. La onda seguía propagándose hasta que, por impacto de una nueva roca, el rostro reflejado se fragmentaba por completo. 

«Ahora sé que eras tú», esbozaron los labios de Nico ante el insensible niño acuático, que casi podría ser su gemelo idéntico (excepto por eso de que fuera unas veces cóncavo, otras plano, algunas convexo…). 

En vano, le arrojó otra piedrecita a la cara. A veces sonaban a «glup», otras más bien a «splash». Comprobó que, en este último caso, si caían con la fuerza suficiente, un poco de agua escalaba por el bordillo del río, creando la forma lobulada de las crestas de las olas en grabados japoneses, o, tragó saliva, salientes como los deditos de una mano infantil que busca compañía. 

Retrocedió, con cuidado de pisar suelo seco y rígido. «Nos confundió, claro. Por eso se fue contigo

A Nicolás nunca le gustó el agua ni en ríos ni en piscinas. Decía que, en ella, su reflejo impreciso tenía algo de inquietante. Lo que jamás mencionaba era que, a veces, junto a su propio rostro, creía distinguir la sombra hundida del cuerpo de su padre.

Isabel Ballester Torremocha

Encontrar lo que uno busca

Callejón de la Inquisición



Huele a mar ahogado, a madera vieja y a pescado podrido. Huele a aguardiente y penumbra y dicen que este callejón ha matado a más gente que la peste.

No he sido hombre de acabar trabajos ni de cumplir promesas, pero pero he venido para ver a la muerte y creo saber dónde buscarla.

Por la mañana noté un rayo de sol mirarme, era suave y fresco. Golpeó mi cara, espabilándome. Creo que hubo un vuelco en las nubes y mi esqueleto saltaba por fuera de la piel.

Esta noche de mediodía mis pies se detienen, se niegan a dar un paso más. Han decidido encontrar lo que buscan o doblarse para siempre. Ellos, como cada parte de mi cuerpo, andan buscando la muerte desde temprano. No me preguntéis porqué. Quizá porque es algo que se puede encontrar.

Me descubro aguardando acuclillado tras una esquina, sosteniendo mi cuerpo tensado sobre un charco. Una mano aferra sin fuerza el puño de mi espada, la otra palpa, explorando sorprendida, una hendidura tibia en un costado. Hacia dentro lanza un témpano desconocido.

Mi cabeza se inclina y apoya lentamente en el suelo y veo marcharse corriendo a ese borrón oscilante, girado noventa grados. Siento que, por fin, lo he conseguido: terminar por una vez un trabajo, encontrar lo que comencé a buscar.


Intento llorar y no puedo. Intento gritar pero no quiero joderlo ahora. Una sonrisa se escapa, de nerviosa satisfacción, y lamento que no estén aquí mis hijos para que encuentren en esto algo ejemplar, algo de lo que a veces uno debe hacer para ser un hombre.

Salva Terceño Raposo

viernes, 8 de junio de 2018

VIII Microquedada. Hoja de ruta. Adenda


VIII MICROQUEDADA 

HOJA DE RUTA. ADENDA





Los organizadores estamos felices del resultado de la quedada, entre otras cosas, porque hemos percibido que los asistentes también lo están. 

Pero quedan cosas que hacer. 

Los participantes (o interesados) tendrán diversas obligaciones: 

- Estar atentos al blog, donde ya se han publicado los ganadores. 

- Seguir consultando el blog, donde poco a poco irán apareciendo las fotos que amablemente compartís. 

- Consultar de vez en cuando el facebook, y poner los avisos en silencio, especialmente a la hora de la siesta. 

- Como de os explicó en las bases del concurso de microrrelatos, María Dolores va a hacer una edición digital en PDF con una recopilación de todos los relatos presentados, ya indicando su autor. IMPORTANTE: si alguien no quiere que su relato o su nombre aparezca en el PDF, debe decírmelo lo antes posible. 

- Aquellos que participaron en la exitosa Ruta de los Sentidos y cumplieron los exigentes deberes que nuestros guías nos exigieron, deberán, si es su deseo, completar el relato que les fue encargado. Si lo mandan antes del nueve de junio al correo electrónico 8quedadamicrorrelatista@gmail.com, se añadirán al libro PDF que María Dolores nos está preparando. 

- Volver cada uno a sus tareas habituales, pero con la moral mucho más alta. Si algún jartible está aún dando vueltas y tomándose la última copa, ya va siendo hora de que lo deje. 


Muchas gracias por vuestra participación. 

Nos vemos en Galicia. 

Un abrazo.

Ataque vikingo a Sevilla

Barcos normandos del siglo X



Fátima acababa de tener un encuentro clandestino con su amado y volvía a la ciudad bordeando el Guadalquivir, cuando vio a unos extraños individuos de largas cabelleras que llevaban unos cascos con cuernos y empuñaban largas espadas; los cuales acababan de desembarcar de unas impresionantes naves que jamás había visto.

Aún resonaban en su cabeza las dulces palabras que acababa de decirle su amado: “Me estás enseñando a amar, yo no sabía”; cuando, consciente del peligro y espoleada por el miedo, salió corriendo hacia las murallas de la ciudad con la intención de dar la alarma a los soldados del emir.

Llegó sin aliento al primer puesto de guardia y se detuvo ante los soldados, pero las palabras no le salieron de la boca debido a la angustia y a la agitación, por más que ellos la animaban para que hablase. Con gestos intentó comunicarles el peligro que corrían, quiso conminarlos para que se refugiasen en la ciudad, ordenaran cerrar las puertas y advirtiesen a toda la población para que preparase la defensa.

Cuando los soldados comprendieron lo que ocurría era ya demasiado tarde, pues aquellas hordas de fieros guerreros, fuertemente armados, estaban encima de ellos, y tanto los guardias como Fátima fueron acribillados a flechazos. Seguidamente, se abalanzaron contra la ciudad y causaron gran número de muertos. Tras conquistarla, procedieron a un sistemático saqueo.


Enrique Angulo

La maldición

Hércules y Julio César en la Alameda




Busco desesperadamente la luz del sol, pero las nubes, una vez más, han acabado por atraparme. Ahora, en este tiempo violeta, tengo que escribirla. No podría evitarlo aunque quisiera, un Hércules luchando contra la hidra de Lerna en batalla perdida. Voy sintiendo el compás, me recorre el ritmo, puntean las notas en mi estómago… Araño la letra sobre mi piel: malditas tinieblas que me obligan a componerte otra elegía más para la sinfonía inacabada que me inspira tu desamor.


Ana Grandal

La cárcel real



Olía cada adoquín que estaba colocado con arena de aroma a salitre, junto al río surcado de embarcaciones de vela que aguardan silenciosas a que les den paso a través de esas aguas calmadas del Wad al-Kabir.

"Para los barcos de vela Sevilla tiene un camino, por el agua de Granada solo reman los suspiros"... (Lorca)

Suspiros que ella emitía, sonidos callados en su agonía.

Lágrimas que mojaban su valentía y se derramaban sobre el empedrado de adoquines.

Catalina desembarcó buscando la cárcel de Sevilla, aquella a la que no quería regresar, más no le quedaba otro remedio. 

Solamente contaba con recorrer las calles al anochecer para no ser descubierta, y con la vista mermada por la oscuridad atraviesa el arenal a oscuras, cuando siente el tacto de una mano ruda sobre su hombro que la detiene.

- Catalina, le susurró, - no puedes pasar ahora sin ser vista y así no podrás salvarlo.

- Y así no podré salvarme, le espetó ella.

- Vuelve al barco, le dijo el grumete conocedor de su peripecia.
Ella desoyendo a su amigo y con el equilibrio justo para recorrer las angostas calles separadas de la avenida, arribó la plaza y vislumbró su destino.

Justo a tiempo, al alba, se introdujo a través de los fríos y húmedos muros, se enfrentó al nauseabundo olor de la indiferencia y guiándose por su instinto lo encontró casi muerto y preso de sus propios pensamientos, a las puertas de entrecárceles...


By SIRK


Cristina Rutia López

Despedida

Torre de Abdelaziz, en la Avenida de la Constitución


Altiva, fuerte y robusta estaba ella, la Torre del Oro, iluminando con orgullo el discurrir del Gualquivir. 

Pero como el río va a su negocio, Federico se olvida de él para centrarse en el devenir de la Guerra, que fratricida devora sin piedad a sus hermanos. 

Pero durante su visita a Sevilla el olor penetrante del azahar aplaca momentáneamente sus temores. Al pasar por la Avenida de la Constitución, la Torre de Abdelaziz le mira impertérrita mientras los jardines le recuerdan la paz perdida. 

El Archivo de Indias le hace evocar viejas glorias, las de aquellos tiempos, cuando en vez de batallas, los Conquistadores sólo buscaban la Gloria.

Tras visitar el Alcázar y la Catedral, Federico enfila el camino hacia su Granada natal, donde sin saberlo le espera la Parca.

Gloria Arcos Lado

Paseo guiado por Sevilla




Oigo historias de mi ciudad natal que desconocía y que me transportan a un pasado turbulento de batallas con vikingos que subieron río arriba para asaltar la ciudad. Me imagino el entrechocar de espadas, los gritos y las velas del navío en llamas. 

La voz de uno de nuestros guías me saca de la ensoñación: 

—Para los barcos de vela, Sevilla tiene un camino, y por sus aguas se acerca un imponente barco vikingo. 

Así reza una de las historias que disfrutamos desde la seguridad de este paseo entre monumentos antiguos y sosegados. Aunque muestran las señales que el tiempo ha ido dejando en ellos, en estos momentos parecen impertérritos, como si nada ni nadie pudiera afectarles ya. 

Pero, sin previo aviso, el agradable paseo comienza a truncarse. Empiezo a oír el fragor de mil batallas que nadie más parece escuchar. Comienzo a sentir las heridas que seguramente padecieron aquellos guerreros. Mi mente, no obstante, se niega a aceptar el hecho como real. Seguramente, pienso, será fruto de mi delirante imaginación. Hasta que empiezo a paladear el herrumbroso sabor de la sangre en mi boca. 

Voy a morir y nadie parece advertir nada de lo que me acontece. Todos a mi alrededor continúan absortos en las explicaciones que nuestros simpáticos guías continúan ofreciéndonos. Incluido yo mismo, que con cara de bobo sigo pendiente de tan interesante aportación. 

¿Pero qué clase de broma es esta? ¿En qué momento me he disociado de mi propio cuerpo para vivir esta pesadilla que me acosa? 

Finalmente fallezco y es entonces cuando descubro que, en realidad, ya estaba muerto. Pero no ahora, no en ese momento, sino hace milenios y al mismo tiempo no aún. Todos los posibles escenarios de mis muertes desfilan ahora ante mis ojos.

Gustavo Macher Manzano

Voces de campanas

Grabado antiguo de la Catedral de Sevilla

La Torre del Oro espejeaba en azahares cuando Miguel descendió de la barca. Tenía que llegar a tiempo. Transitó entre la multitud, un serpear que se movía como un único ser, bajo un sol descubierto, con el viento rizando aromas. 

En la Puerta de Jerez hubo de esquivar a dos muchachos de sutileza de manos y ligereza de pies. Las voces blancas de las campanas eran espinas que aceleraban sus pasos. 

De la Catedral salían los recién desposados: orgulloso el novio; ella, con su blancura de vela. Pero se encendió de asombro al cruzarse las miradas. Y el amor era un torrente que los arrastró en sus aguas. En el repentino abrazo un temblor de jazmines sacudió toda la plaza. 

Cerca del Guadalquivir eran metales las voces negras de las campanas.

Carmen Cano Soldevila

Sentir Sevilla

Murallas de la Macarena

Hasta mis oídos llega el rumor del agua clara frente a la Torre del Oro que como un escolta árabe otea toda la orilla. Imagino las leyendas del Islam, los veleros de otras épocas, los antiguos mercaderes pregonando sus productos, los pretéritos destinos e historias de enamorados que abrazados caminaron por la tierra humedecida que baña el Guadalquivir. 

*«Me estás enseñando a amar», ciudad mora. «Me estás enseñando a amar», y a besar. Me enseñas a amar de nuevo. 

El dragón del desamor que me acosaba sin tregua y la herida que hostigaba mis entrañas, por no poder olvidar la traición de una mujer desalmada, se diluyen en tu cielo y en tu luz, Sevilla, y en el aire que respiro y me acaricia la piel. 

El dolor que padecía ahora se aleja de mí junto a la idea de suicidio que golpeaba mi frente. La fragancia a azahar de los naranjos en flor me devuelve la ilusión y las ganas de vivir, Sevilla, y en la puerta del Alcázar yo comprendo que me enamoro de ti. 


Pilar González

*Inicio del poema de Gerardo Diego Me estás enseñando a amar.