Llegó a los pies de la torre y esa portentosa construcción, la luz, y el aroma del río, de los naranjos y de su propia respiración; le invitaron a plasmar su historia. Se fue a un jardín cercano para escribir entre los frondosos plátanos de indias y casuarinas y la brisa del poeta, que le trajo tres heridas: la del amor, la de la vida y la de la muerte.
En la encrucijada, sin saber qué camino seguir y qué reto abordar, fueron la diosa, los niños y la historia los que le indicaron el camino: Al sol poniente del futuro inexplorado, al agua corriente del presente inhóspito y al alma sedente del pasado oscuro.
Descartada la ruta del ocaso ―de la muerte―, y el hoy ―del amor―, inició su ruta por la avenida del pasado ―de la vida―, en busca de un día gris y lluvioso, perdido en la memoria, al que había decidido enfrentarse, entre fantasmas y mitos.
No recordaba nada, salvo lo que había interiorizado tras oírlo una y otra vez a sus padres. Supo por ellos que estuvo durante meses encerrado en un lugar oscuro y angosto, de paredes cálidas que rezumaban humedad, ajeno a lo que ocurría en derredor suyo; hasta que un día lo sacudieron unos extraños movimientos, se abrió una ventana y una fuerza desconocida lo empujó a la luz.
Dejó de oír los latidos cercanos y familiares, y sintió la cadencia de los suyos, hacia la vida, hacia el amor y hacia la muerte.
Su llanto inocente fue recibido con algarabía.
Ezequiel Barranco
¡Ezequiel, qué preciosidad!
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