domingo, 10 de junio de 2018

Crónica oficial de la microquedada



Prefacio

He escrito una crónica que quizá se os antojará excesiva o fuera de lugar. Por ello, quiero trasladaros que es mi más sincero homenaje a un evento que me ha cambiado en muchos sentidos. Como no sé hacerlo de otra manera, he empleado para ello la literatura. La omisión de todos los nombres es pretendida: como es natural, no tuve tiempo de hablar con muchos de vosotros, y me parecía injusto mencionar a personas con quienes no he tenido el placer de compartir siquiera unos minutos. Sin embargo, sois todos, con los que hablé y con los que no hablé, con los que no hablé pero a quienes escuché, y con quienes ni hablé ni pude escuchar, los que habéis hecho de este evento algo muy especial. 

Una vez más, mi más profundo agradecimiento a los organizadores por su titánica labor para que el evento fluyera como el río por su cauce. Como todas las grandes labores, no se notó que estaban ahí detrás, y por eso tenemos que reconocérselo por partida doble. 

Yo, que tantos escritores he sido, no he sido nunca aquel en cuya obra se estremecía otro escritor 

Llegan ustedes tan ufanos. En tren. En coche. En avión. Se asombran con la ciudad luminosa, la de los mil recovecos, Sevilla. Algunos no han venido porque ciertos artificios los retuvieron en sus ciudades o en sus casas. Les da vergüenza reconocer un incidente que nadie más que ellos creería, así que ofrecen una excusa cordial y se recluyen, temerosos y perplejos. No sospechan que esos impedimentos (un autobús que cambia de horarios sin previo aviso, una serie de calles cortadas en el momento preciso, un familiar que enferma de repente) tienen un objetivo muy concreto y un causante preciso. 

A los que están (a los que se les ha permitido estar) los recibe una noche ecuánime. El lugar se llama Río Grande. Una trifulca por el oro podría ser el disparador para una buena historia. ¡Ay, cuánto ignoran! De no ser así, regresarían corriendo. Aunque sería inútil. Ya no pueden más que seguir adelante. Se saludan con sincera efusión. Tratan de reconocerse en otros, de identificar en ellos los miedos propios y ganarse algo de alivio. Muchos de ustedes se sienten pequeñitos porque creen que los otros son enormes. Si probaran a declararlo en voz alta, esos gigantes se desvelarían como seres míticos. Pero no lo harán. Porque si hay una sola posibilidad de que sean reales, así se harían más poderosos, y ustedes más nimios. 

En todas las conversaciones, que son una sola conversación repetida y variada levemente, surge a veces una chispa. Es un brote de épica. Una llamita de pasión. Con tantos escritores ahí fuera, en el frío páramo de las librerías físicas y virtuales, atreverse a alzar la voz, aunque sea un poco, es ya un prodigio quijotesco. Y ustedes la elevan, y se elevan, y los elevan a ellos, sus lectores. 

Es curioso. Los lectores están siempre ahí. Como a los animales sagrados, no se les nombra en voz alta, pero su influencia es clara. Dominan todo el proceso. Conversan con ustedes, los autores, antes de que su obra empiece siquiera a discurrir por el papel. Los interrogan. Los cuestionan. A veces, los humillan. Ese lector arquetípico se antoja vago, informe, difuso. Pero a medida que la obra va creciendo, se empieza a definir. Hay ciertos privilegiados que tienen lectores de carne y hueso, con los que hablan y se hacen fotos de vez en cuando. El oficio del escritor es de distancias. Físicas y mentales. Y salvarlas requiere mucho esfuerzo. Es normal que haya quien se canse y se quede a lo lejos, en su soledad imperturbable. 

No ustedes, claro. Ustedes han salido, como se dice ahora, de su zona de confort, que es un eufemismo de adentrarse en el peligro incierto. Y así es, como ya descubrirán más tarde. Por ahora, baste decir que no llegarán ustedes al final de esta aventura tal y como la iniciaron. 

Va cayendo la noche. Ustedes se fotografían juntos, sonrientes y despreocupados. Se viene a la mente de alguno aquella frase tan certera del filme One Hour Photo: «Las fotos familiares suelen mostrar rostros sonrientes, nacimientos, bodas, vacaciones, fiestas de cumpleaños de niños… la gente hace fotos de los momentos felices de su vida. Cualquiera que mirara nuestro álbum de fotos concluiría que hemos tenido una existencia dichosa y de ocio. Libre de tragedias. Nadie hace nunca fotografías de las cosas que quiere olvidar. » 

En secreto quedan las aventuras extremas de alcohol y sexo que rondan las reuniones literarias, aun de manera ficticia. Un escritor es un bohemio en el peor sentido de la palabra, y por eso merecen ustedes, todos ustedes, permanecer recluidos de por vida. 

En la mañana del sábado, unos cuantos desocupados se disponen a viajar en el tiempo en los estudios de RTVE en el Parque del Alamillo. Justo 5 horas hacia el pasado. Y allí, entre risas y palabras medidas y hermosas, diseccionan no solo el microrrelato, sino también los motivos que los llevan a estar aquí, ahora. El motivo. Porque es uno. El mo-ti-vo, dicho así, despacio, sin prisa, como si no importara pero con gran importancia. Es algo que jamás reconocerían, y que de hecho no mencionan tampoco ahora. Pasan rodeándolo. Emplean metáforas. Construyen puentes para pasar por encima. Pero no lo materializan en su discurso. Ese motivo es el miedo. A ustedes los mueve el miedo. Si no tuvieran miedo, no sabrían qué decir. Si no tuvieran miedo, no surgiría en ustedes la literatura. Al final, a poco que cavas un poco, no encuentras más que miedo. Al dolor. A la ausencia. A la pérdida. A la muerte. A uno mismo. 

Como en cualquier narración con cierta profundidad, la trama se bifurca varias veces. Unos van a hacer turismo por la ciudad, y otros deciden sentirla a través de una ruta literaria. En menos de dos horas, se pasean por siglos y milenios, por traiciones y matanzas y desastres naturales. Por una ciudad que está hecha de historias vivas que aún resuenan en cada una de sus piedras. Una de esas anécdotas les conmueve. Se trata de los escritores de la Generación del 27, ahora considerados semidioses, y en su momento muy parecidos a ustedes. Animados por la elevación de sus poemas, se reúnen en Sevilla en el seno de una convención que, si le preguntáramos a un profano, describiría como multitudinaria. Pero lo cierto es que estuvieron solos. Nadie fue a verlos. Ustedes se indignan, no comprenden, protestan. Y en su interior, se identifican con ellos. Se saben muy lejos de su maestría, pero son en puridad humanos, y por tanto, falibles y temerosos. Descubren, aliviados, que nadie tiene garantizado el éxito, y que una fotografía tomada en un evento entre amigos en 2018 bien podría convertirse en un importante documento gráfico años después. Y sí, así es. Y por eso los sigo tan de cerca. 

Pronto llega el momento cumbre del fin de semana. Ahí es donde casi todos concurren y conversan, ríen, beben y se miden con los otros. No con la intención de saberse mejores o peores, sino para verificar que el otro también sufre y se bloquea y se viene abajo. 

En un momento confuso, se intercambian amuletos con formas diversas: gorras de policía, un tirachinas narrador, relojes que no están hechos de tiempo, un robot inmóvil, unas bragas monstruosas. Cada amuleto tiene alma de microcuento, como si su esencia se hubiera solidificado en un cuerpo material. Nadie termina de notar que, al tocarlos, se produce un intercambio inefable: una parte del escritor se quedará para siempre en el objeto, y una parte de este permanecerá en el escritor sin remedio. 

Tras este ritual, se falla un concurso en el que una serie de personajes ilustres de Sevilla vuelven a la vida por un rato, se mezclan con la literatura y luchan por no volver al reino de las sombras. Nombres que podrían ser también ilustres suenan por un instante en la sala. 

Se presentan libros. Sus autores, en secreto, se preguntan qué mérito hay para presentarlos allí. Suceden hechos inexplicables. El presentador ignora el contenido de la obra que debe presentar. El libro ignora la voz del presentador. En un momento dado, el libro comienza a hablar por boca del presentador. Y surgen monólogos memorables, ironías, fogonazos que son de todos y no son de nadie. 

Creen ustedes, los noveles que leen ahora, tímidos y cautos, que nadie quiere en verdad escucharlos. Están abriendo el pecho y mostrando su alma y no perciben qué sucede en la cabeza de los otros. O en su corazón. Ustedes, los que escuchan, se están transformando y no saben cómo ir a agradecerle a quien está leyendo. Es un muro invisible que se achica un poco a causa de los aplausos. Y así, sin previo aviso, aparecen Lorca y el blues, una combinación que el propio granadino hubiese aprobado. 

La tarde, que habían creído inmortal, se va apagando y el lugar va exhalando escritores. Queda apenas una burla de lo que había sido, pero varios de ustedes todavía tienen arrojo para seguir tocando, cantando, trasladando emociones de unos a otros. Eso nunca les cansa y les hace perder la noción del tiempo. 

El evento se cierra con una cena. No será la última. Solo la que precede una serie infinita de cenas similares pero disímiles en el fondo. Las conversaciones se apresuran en alcanzar al mayor número posible de contertulios, pero alguno queda sin tocar. Hay quien piensa que se podrían estar sirviendo los cuerpos de los que no están. Otros creen estar bebiendo algún tipo de ambrosía narrativa, que con suerte los hará no ya más capaces, sino más arrojados, más despreocupados y lenguaraces. Los últimos besos y abrazos semejan las notas finales de una loca pieza de jazz que no tienen un espacio definido. Es esa sensación de anhelar lo que vendrá en un año, sin querer soltar lo que se les está terminando de escurrir entre los dedos. 

A partir del domingo, les parece a ustedes estar regresando a casa. Albergan la ilusión de haber empezado a organizar ya la próxima cita de este evento literario en tierras gallegas. Creen (tienen que creer) que son ustedes los que están al mando de estas decisiones. Siento decirles que ya no son ustedes, escritores, quienes están realizando todas esas tareas. No son ustedes quienes van a reír con sus familiares ni quienes escribirán grandes relatos. A estas horas son ya mis prisioneros. Los he ido escribiendo, y mientras escribía los iba desgajando en letras. y mientras los desgajaba los iba reemplazando por fragmentos de mi obra. La sustitución ha sido gradual e indolora, pero ya no son más que personajes de ficción a mis órdenes, al tiempo que su voluntad yace entre las páginas de mis libros. Empecé experimentando con aquellos a los que retuve, y luego me centré en el resto. Yo, que me alimento del miedo, les daré la seguridad que no tenían y paso a paso iré permutando a todos los seres que componen el mundo. Uno a uno, con paciencia incansable, hasta que ya no quede miedo en ninguna parte.

4 comentarios:

  1. Maravilloso, sin palabras. ¡Bravo!

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  2. Edu, tío, eres un fiera absoluto. Un máquina. Un fenómeno. Me quedo con tu crónica, que es crónica y relato, que es relato y es trampa literaria. Me quedo con la quedada, me acurruco en tu relato-trampa. Me pringo a tus pies (-No se dice pringo, se dice prono...), pues me prono a tus pies, por tu trabajo y por tu talento. Crack! Máquina! ¿Qué podía esperarse de un tipo que, si se lo propone, puede salir dos veces en la misma foto? Abrazo, amigo

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    1. ¡Gracias, Salva! Tú sí que eres un fiera :D. De hecho, fue tuya la magia de la ubicuidad.

      ¡Un abrazo!

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