lunes, 30 de abril de 2018

Johnny

Don Juan Tenorio

La Junta Directiva cerrará el teatro. Incomprensible, tras nuestro Don Juan Tenorio. Estos adolescentes son un portento, ¡cuántas sugerencias! Alguna extravagancia, sí, pero a las burlas, ni caso. 

Brillante la adaptación del vocabulario: eso de «largo me lo fiáis» no lo entendían los niños, y excluirlos en un colegio… ¡adónde vamos a parar! Y como los antifaces y capas ocultan al actor, han creado el «Zorrilla’s streetwear» para el vestuario, ahora tendencia en los pasillos. Desde ahí, han sido pioneros de un renacimiento del romanticismo sevillano, diría yo. ¡Qué gracia Don Gonzalo como poli nacional! E Inesita… Sé que es cuestionable, pero no negarán que lo del prostíbulo era una mordaz crítica social, y la droga todo un ejemplo de la inestabilidad del imperativo categórico kantiano. En su raza ni me fijé; yo no discrimino a nadie.

¡Y Don Juan! Bueno, Johnny, como lo han rebautizado. ¡Qué porte y dominio de la navaja! Jamás vi un Tenorio tan seductor como el de María; esa chica tiene futuro. Desde luego, da gusto ver a los jóvenes preocuparse por la cultura.

Duende

San Isidoro de Sevilla

Isidoro hablaba con Dios. Padecía revelaciones en forma de paloma, pero la más frecuente era la de un duende, fumador en pipa, que desprendía un olor opiáceo por todo el monasterio. Lo escondía bajo la capucha de su traje de fraile. Caminaba ladeado y cabizbajo, hablando solo, susurrando detrás de los magnolios. Isidoro redactaba lo que él le contaba: desde los Orígenes hasta los misterios de los números y las cosas. Pasados los meses, el enanillo decidió no trabajar los domingos, según mandato divino, lo que desesperaba las ansias de saberes inflamadas de Isidoro. Una noche, el duende le adelantó el futuro, y le explicó razones de los sindicatos, del darwinismo, de la marihuana. Demasiado para su mente medieval: en la batalla dialéctica golpeó la mesa con su puño y espachurró accidentalmente al hombrecillo sobre un códice. Solo quedó su pipa. No hubo más revelaciones. Isidoro moriría en olor de santidad, indagando caprichosas siluetas de humo en las aristas de los claustros. La gente dice que el duende permanece.

domingo, 29 de abril de 2018

El secreto de José

Manuel y José Font de Anta

Como todos los años, aquel Domingo de Ramos, José Font de Anta acudió a ver el paso de la Virgen por la calle Tetuán. Sonaba majestuosa su entrañable “Amarguras”, la marcha más preciada por los sevillanos. Los nazarenos, conmovidos al enterarse de la sombría presencia del violinista, hicieron girar lentamente el palio para que pudiera contemplar a la dolorosa, intuyendo que sería por última vez.

La Virgen había estado presente cuando él aceptó el desafío de componer un himno en su honor —aquél que la historia y el silencio cómplice adjudicaron solo a su amado hermano Manuel— y conocía de sobra la profunda tristeza inspiradora de José. Empeñada en hacerle saber que entre ellos no había misterios, aprovechó que todas las miradas se habían posado sobre el músico y, sonriéndole con dulzura, le guiñó un ojo.

Infiernos

Retrato de María Fernández Coronel, por Joaquín Domínguez Bécquer

En la alcoba del palacio no hay tregua para don Pedro. Noche tras noche busca el amor en brazos de una de sus amantes y, noche tras noche, la mujer abandona el lecho, despavorida, ante los gritos desesperados del monarca: justo antes de llegar al clímax los rasgos de cada uno de los hermosos rostros se desfiguran bajo terribles cicatrices, en todo semejantes a las que dejara el aceite hirviendo en la faz de María Coronel, aquella dama que prefirió la deformidad a la deshonra. 

En la celda del convento no hay paz para doña María. Noche tras noche recibe en sueños las caricias, cadenciosas primero, encendidas más tarde, de un amante fantasma. Y noche tras noche la abadesa despierta, húmeda y anhelante, al oír unos gritos desesperados de varón, semejantes en todo a los que profirió don Pedro —dispuesto a toda costa a gozar su belleza— al verla verter sobre su hermoso rostro una vasija de aceite hirviendo.

viernes, 27 de abril de 2018

La que se avecina

Marionetas para El barbero de Sevilla en el museo
Antonio Pasqualino de Palermo

Antonio embiste por detrás a la mujer de Luis (el del primero), al ritmo frenético del centrifugado de la lavadora mientras con los ojos cerrados visualiza las enormes tetas de Lucía, la del cuarto; la misma que en ese preciso instante bate huevos al son de Camela en Cadena Dial, moviendo sus caderas (virtualmente embestidas por Antonio), mientras, el loro de Antonio, el barbero del barrio, (sí, el mismo Antonio, el del embiste, el de el segundo D que tiene un felpudo que pone güelcam&gudbai), se desgañita desgranando el aria de Figaro, con perfecta voz de barítono, al tiempo que Luis (el del primero, ese cuya mujer está siendo embestida no virtualmente por el del felpudo) grita por el patio de luces, abrumado por el estruendo del centrifugado/ cuandozarpaelamor/ Figarofígarofígarofiiiiigaaaaaroooo, exigiendo a gritos un poco de paz, la cual le será proporcionada en breve por el yihadista del ático que, tras confundir el dichoso centrifugado con una ráfaga de disparos, se apresura a coger una voluminosa mochila que esconde en el hueco del ascensor.

Ni María ni Manuela


Entre un mar de historias infundadas, nadie sabe cuál es mi verdadero nombre. Me llaman “La maldegollada”: así de pobre es la inventiva de la ignorancia.

Dicen que me casé con un sastre por dinero, que lo hice cornudo con un capitán y que me salvaron de la horca unos franciscanos. ¡Cuántas patrañas! Lo único cierto es que soy la más bella dama que pasea a orillas del Guadalquivir y que no tuve necesidad de matrimonio, porque nunca me faltó ella. La única que me enamora es Sevilla, sus calles estrechas al anochecer, su aroma a azahar...

Jamás he muerto; me voy reencarnando en cada esquina y todos los días tus ojos se posan en mi talle, mientras piensas: “¡Vaya mujer de bandera!” Si me miras con respeto, te haré un guiño como recompensa, pero ¡cuidado!, que si tus intenciones no son buenas también sé hacer el mal de ojo. Y recuerda, no soy de nadie, tan solo de esta ciudad, que me pasea por Triana, me abraza en El Barrio de Santa Cruz y me besa en La Alameda.

jueves, 26 de abril de 2018

Por un jubón

Monumento a Rodrigo de Triana en la calle Pagés del Corro

Dicen que corrió el rumor de una recompensa para el primero que avistara tierra en aquel barco infecto. Y que el vigía aguzó bien la retina hasta que una noche cantó el bingo. Pero el premio nunca llegó y, en su lugar, solo obtuvo un jubón de seda. De vuelta en Sevilla, estrenó su prenda nueva. Y de América, aparte de la exigua paga, trajo solo un aprendizaje: ya no más pedir por las buenas. 

Y cuentan las lenguas bienintencionadas, que se embarcó en otras aventuras, que conoció a más navegantes famosos que siguieron llevándose las medallas que cosechaban otros. Pero yo me quedo con lo que dicen las malas: que harto de piratas disfrazados de leguleyos, cogió la calle del medio, con muy buen criterio y mucha praxis, tal y como su padre le enseñó. Vendió el jubón y se largó a Berbería, a ejercer sin tapujos ni vergüenza la vocación que tanto y tan bien habían despertado en él aquellos meses de travesía por los mares de la desilusión.

Dicen que se llamaba Rodrigo de Triana.

miércoles, 25 de abril de 2018

Amuleto

Estrellita Castro

Tuve la alegre fortuna de nacer bajo tu sombra. Como vecinas de barrio jugueteábamos: tú tocabas las campanas al ritmo de castañuelas y yo bailaba por bulerías sobre tu alfombra empedrada. Los naranjos nos jaleaban y lanzaban azahares. Las jacas, al vernos, trotaban cortando el viento por la calle Mateos Gago donde a veces, de madrugada, te tumbabas para oírme susurrarle a mi madre por soleá.

Yo envidiaba tu altura porque atrapabas estrellas. Tú, apoyada sobre el templo y aburrida de alabanzas, suspirabas con mis trinos, que alborotaban tu veleta. «¡Terremoto de chiquilla!» me decías.   

Un día, retorciendo nerviosa un mechón de mi cabello, te comenté que pronto volaría. Esa misma noche, me asomé al balcón para despedirme, pero la neblina te ocultaba a mis ojos. Llovía. O eso creía. Mi pelo se asperjó de luz con aires de mezquita y noté como un bucle bajaba por mi frente. 

Desde entonces, cuando alguien me pregunta el porqué de aquel caracolillo contesto orgullosa: 

- Me lo peinó mi vecina, la Giralda, con saliva de romero; que le dijo una gitana que la suerte atrae, ahuyentando el mal agüero.

Del cuándo, del qué y del cómo

Antoñita Colomé

Para mi abuela yo ya no era Antonia, su nieta, sino una niña con la que jugaba cuando chica y que llegó a ser artista.

−¡Qué gorda te estás poniendo, Antoñita −me regañaba.

−¡Era muy amiga mía, nos criamos juntas en ese corral...! −le canturreaba yo. Ese tanguillo pertenecía a mi infancia, sonaba en el tocadiscos de casa de mis abuelos.

−Cómo desafinas, hija, con lo bien que cantabas −me interrumpía, brusca.

Pensé en un regalo original por su cien cumpleaños. Busqué una foto de la película El crimen de Pepe Conde. Adelgacé. Me teñí el pelo de negro, me lo recogí y lo adorné con unas ondas al agua y un par de claveles. En Zara encontré un vestido vaporoso de flores, rematado con un volante. 

El día de la fiesta observé con envidia cómo reconocía a todos mis primos. Incluso supo diferenciar a los gemelos. Me acerqué a besarla, me cogió las muñecas y me miró fijamente.

−¡Qué guapa estás, Antonia! −dijo al fin−. ¡Cómo te pareces a mi amiga Antoñita, la del corral de la calle Pureza!

El recuerdo de un olvido

Luis Cernuda

La rigidez castrense del padre moldea esa mirada dura que siempre lo acompaña. Con ella supera altivo los convencionalismos de la sociedad que lo condena por buscar placeres prohibidos. Su corazón frágil se labra al dejar España donde todo nace, vive y muere muerto, por defender la República. 

Sobrevive por su capacidad de apasionarse, de enamorarse del joven marino, del aire, del muchacho andaluz… Y aunque siempre acaba rechazado, así se forja el poeta capaz de expresar eso que solo él percibe. Así vence al destierro y al desamor. Así escapa de allá lejos; de donde habite el olvido

Amor eterno

Al Mutamid, el rey poeta de Sevilla


«¡Dios decrete en Sevilla la muerte mía,/ y allí se abran nuestras tumbas en la Resurrección». Ese fue el último deseo de AL-Mutamid… y así lo escuchó también Ibn Ammar, su amigo y favorito, al que había nombrado Visir, unos días antes de la boda real con Rumaikiyya, la esclava de su harén por la que bebía los vientos desde que fue comprada.

Aquella decisión de desposar a una esclava encolerizó de celos a Ibn Ammar, quien amaba en secreto a su señor y liberó a la bestia de la pasión y del deseo que hasta entonces había conseguido controlar. Pero su lujuria fue más fuerte y saber que nunca podría saborear aquel cuerpo cincelado en músculos y dorado por el sol de Sevilla le obligó a cumplir el deseo de su señor Al Mutamid, unas horas antes de que se celebrasen los esponsales.

Al alba, juró amor eterno a su señor Al-Mutamid, entró en su dormitorio y le rebanó la garganta con una daga dorada. Y así el último reino Abadí, destronado, sería vencido por el enemigo al día siguiente.

El escultor de las glorias


Galería de sevillanos ilustres, esculturas de Antonio Susillo
en el palacio de San Telmo

Dicen que las almas de los hombres más notables que un día amaron Sevilla solían aburrirse en su eternidad gloriosa y algunas noches de luna bajaban a perderse por las callejuelas de la ciudad que tanto añoraban. Allí se reencontraban con el olor a azahar y el rumor sereno de las fuentes y conocedores de que no existe un paraíso más sublime que la mismísima Sevilla, no querían renunciar a seguir presentes para los ojos mortales de los que allí latían. Por eso fueron a buscar al escultor de las glorias llamado Antonio Susillo y él, gran artista, generoso y entregado a su taller de prodigios, no pudo por menos que darles un cuerpo preciso y mineral para que, desde las balaustradas del Palacio de San Telmo, pudieran por siempre ser recordados como personajes ilustres que, cada cual a su manera, supieron darle su luz a la infinita luz de Sevilla.

martes, 24 de abril de 2018

Siervas del amor

Casa natal de Santa Ángela de la Cruz en el barrio de San Julián

Lucía el sol el día que abrió los ojos por primera vez al mundo. La lana se amontonaba en cada rincón de su lecho y una cruz le hacía sombra desde la pared de su infancia.

Siempre quiso conservar su virtud en pequeños frascos aromados de lavanda, en labores al zurcir telas desgastadas por el tiempo. Tras unos años de caridad y oración abandonó el claustro; sentía la necesidad de crear una hermandad que acogiera a los más necesitados de alma y hacienda.

Prometió perpetuo voto de castidad y pobreza, sin embargo se dejó llevar por la vida y el privilegio fue vivirla con intensidad rindiendo homenaje a cada uno de los que asistía.

Lo demás… es mejor guardar el secreto. Fundar una congregación con las normas de lupanar a veces canoniza al que contribuye, a su manera, de un modo nada milagroso, lascivo y con una santidad por conciencia. 

Ráfagas


La poetisa Mercedes de Velilla

Los días pasan como las hojas de un periódico roto arrastradas por el viento, y ahora me envuelve la quietud. Nací, como Mercedes, en una familia acomodada, en una casa sevillana, entre jazmines y libros —niñez dulce y serena—. Mis padres insistieron en que estudiara, pero yo solo quería escribir, y logré éxito y bonanza económica, gracias a unos mentores y al apoyo de una editorial que publicó mi primer poemario, disfruté organizando tertulias en las noches de luna, y me divertí incluso cuando las cosas empezaron a ir mal —juventud, flor abierta—. En mis postreros años de penuria —ancianidad triste y sombría—, me quedaba sin cenar, remendaba mi ropa y me calentaba al fuego de mis queridos libros, pero siempre estuve rodeada del cariño de los que lloraban, reían o soñaban conmigo. 

Hoy descanso entre cipreses, bajo la lápida cubierta de flores marchitas, en la que mis amigos, fieles a su promesa, hicieron grabar su poema: 

No me dejéis siempre sola 
en mi sepulcro escondido, 
porque me espanta la ola 
quieta y mansa del olvido.

Obsolescencia

Curro, la mascota de la Expo 92

La tienda, situada a las afueras de Sevilla, ocupa un enorme solar. Un rótulo anuncia que se dedican a las antigüedades. Sorprende bastante que consideren a uno como tal sin haber cumplido todavía los treinta. Nos adquirieron en un lote compuesto por cuatrocientos gemelos idénticos, de los que quedamos apenas un centenar. Funcionábamos con una moneda de 100 pesetas, emulando durante tres minutos el vaivén de un balancín.

Se nos puede comprar o también alquilar por días. Tras varios meses en la Expo, en todos estos años yo aún no había abandonado la tienda. Hasta ayer, cuando me alquilaron para una fiesta infantil. Los niños me trataron con sumo cariño, no así algún padre. Un energúmeno que pesaba una tonelada me montó aullando y dando brincos, hasta que el motor se detuvo tras un chasquido.

Yo que creía asegurada la inmortalidad, me ha inquietado el gesto del dueño mirándome con cara de pena. Y, presa de los nervios, llevo horas repitiendo estúpidamente esa frase mal construida que grabaron en mis entrañas: “¿Quieres dar un paseo con mí?”.

El cuadro "La Niña de los Peines", de Romero de Torres, no halla comprador

Julio Romero de Torres, La niña de los peines

¡A ver a quién le sorprende, porque esa no es la Niña! Más parece la estampita de una virgen que junta las palmas en rezo; no hay duende ni alegría en ninguna pincelada. Hablan, dicen, que Pepe solo ve el reflejo de la luna tinta sobre fondo de vino. Pero los borrachos y los niños siempre decimos la verdad. ¡Digo, y acaso no puedo yo opinar, que además de ser su legítimo me apellido Pinto! Dónde está su nariz chatina, su barbilla gordezuela, ese huequito entre los dientes delanteros que me arrebata. Veintisiete años tenía Pastora María cuando posó para Julio, hembra en plena lozanía. Cuando el pintor nos dio venia para asomarnos al lienzo, perdimos el sentío. Ahora que incluso ella misma sabe que se le ha distraído la cordura, solo su rostro me rescata del naufragio. En la hora de lanzar mi última ancla al Guadalquivir, ella estará acunándome entre sus brazos, enredándome el pelo escaso con los peines dulces de sus dedos, cantándome bamberas. Y no con voz de estaño, como decía Lorca, sino de fragante manzanilla.

lunes, 23 de abril de 2018

Contar la historia, repetir la Historia

Monumento a Bartolomé de las Casas a orillas del Guadalquivir

La señorita congrega a los chavales frente al monumento, la brisa entre los árboles y el frescor del río prometen una mañana agradable.

—Niños, mirad, Fray Bartolomé de las Casas fue el gran defensor de los Indios gracias a sus escritos.

—El libro está vacío —protesta el primer escolar.

—Seño, ¿por qué lleva un palo? ¿para pegar a los indios o al soldado de la espada? 

—A nadie, Juan, Fray Bartolomé era un hombre religioso, no luchaba contra nadie, escribió muchos libros y cartas al rey para pedir que los españoles tratasen bien a los indios.

—Perooo si no lleva crucifijo, ¿seguro que era cura?

—Señorita, ninguno sonríe, no sé si eran muy amigos...

—Tampoco llevan plumas, ¿de verdad que eran indios?

—A ver, niños, fue un hombre bueno, enseñándonos que todos somos iguales. Hace más de quinientos años muchos pensaban que los indios eran inferiores y se les podía esclavizar, echarles de sus tierras... ¿Entendéis?

—Ahhh, sí, como los de Siria de ahora ¿no?

—¡O Afganistán!

—¡Los de las pateras!

—Seño, y ¿ahora hay algún otro fray Bartolomé?

domingo, 22 de abril de 2018

Tempus omnia destruit

Al-Mutamid  y Rumaikiyya
—Echo de menos Sevilla —dijo Rumaikyya a su marido, el destronado rey Almutamid, llegando a Tánger tras ser desterrados de Isbiliya.

—No llores, amor. Algún día volveremos —respondió él.

Estas palabras la habían perseguido todo el día. Las lágrimas surcaban las arrugas del rostro de la viuda, ajado por el paso del tiempo y las tribulaciones de un destino que la había hecho esclava, reina y de nuevo pobre. Con nostalgia recordó el río Guadalquivir, la Celestina que los unió una tarde donde el azahar nublaba los sentidos.

Años después de aquellas palabras, sentada ante el cuerpo sin vida de su marido y desolada por haber perdido lo único que le quedaba de su tierra, decidió intentar volver. Lo consiguió, pero Isbiliya había cambiado mucho en esos años: ya no era la ciudad que conoció. Los años la habían convertido en otra cosa. Miró al río y se dio cuenta de que su otro amor, Isbiliya, ya no le correspondía. Miró a los ojos al río y se entregó, sin esperanzas, al olvido.

viernes, 20 de abril de 2018

Atención

Recordamos que el plazo de recepción de microrrelatos para el concurso "Personajes de Sevilla" se ha ampliado hasta el 30 de abril.

Había una vez la Romería

Pepe, El Escocés


De Pepe el escocés (de escocés tenía más bien poco) nos atrevemos a decir que era un tipo vanguardista a lo tirolés, que usaba falda a cuadros, le daba al porrón de lo lindo y que se bebía el agua de las fuentes. Arrancaba por bulerías, aunque sus zapatos no eran con punta ni llevaba reforzado el tacón. Chapurreaba un alemán afrancesado seseante y restañaba las castañuelas que tiritaban las casetas. Luego un día desapareció y ya no volvimos a saber más de él.

Los lugareños lo han visto por aquí, eso dicen, vagando por las callejuelas con aire nostálgico, habladurías, fantasmadas y leyendas ambiguas. Pepe el Escocés, solo acudía cada año a la Feria de Abril para huir de la Irlanda recalcitrante y sus cazadores de presas, sospechosas de cojear de una pierna, lo que viene a ser de la otra acera, o más propiamente dicho, de condición sarasa. A nosotros ni nos iba ni nos venía que fuera lo que él quisiera, animaba la fiesta como nadie y se divertía como el que más, cuando la maldita posguerra.

miércoles, 18 de abril de 2018

Jeroglífico de las Postrimerías

Miguel Mañara lee la regla de la Hermandad de la Caridad, Juan de Valdés Leal


¿Habéis visto a mi esposo? Se llama Miguel. El pobre ha sufrido hasta cuando reía de joven.

Nació entre sedas y armaduras, condenado a obtener cualquier deseo. Transitó caminos que otros evitan, donde poder y deseo embotaban toda percepción. Eran años de oro y muerte, de ratas trepando por retablos dorados. Me creí capaz de cambiarle pero aprendí que su catarsis no llegaría por nuestro casamiento, sino por mi muerte. Morí sin amor pero luego supe que solo yo existía para él. Quedó como un papelito arrugado, imposible de volver a alisar. Por eso quise permanecer.

Cuando volvió del retiro era otro Miguel. Yo añoraba al sinvergüenza que consiguió enamorarme, pero este Miguel hacía sonreír a Dios. Era oscura bondad, dolor, caridad como luz derramada sobre pobres y viejos. Y el oro, antaño derrochado en furcias y vino, relucía ahora sanando cuerpos febriles.

Murió hace tiempo. Llovió durante meses. Su nicho olía a claveles, mas no consigo encontrarlo. Y aquí lo espero, sentada ante este cuadro de Juan que me recuerda a él. Llorando por mi muerte. Alguien debe hacerlo.

¡Se acabaron los toros!

Panteón de Joselito, El Gallo, de Mariano Benlliure

Benlliure agarró las gafas por la montura y limpió de su frente un rastro de sudor con el dorso de la mano. Se sentía acalorado. Guardó las lentes en el bolsillo de la túnica para acariciar el frío metal bajo la callosidad de sus dedos y la grandiosidad de su obra terminada. De esta manera, honraba la muerte y trayectoria del célebre matador de toros: el niño prodigio del toreo, José Gómez Ortega, apodado “El Gallo”.

"Bailador", pequeño y burriciego, había sido el nombre del verdugo que cambió las tornas, embistiéndole una cornada en el vientre que le causó la muerte. Nuestra señora, La Esperanza Macarena, y Sevilla vistieron de luto aquella tarde y, Joselito, convertido en mármol y bronce por la gracia de Don Mariano, pasaba a la historia lleno de maestría dando un capotazo a la muerte.

martes, 17 de abril de 2018

Leyenda viva

La ausencia de Maese Pérez, de Gutxi Haitz Céspedes Murias


Ya debe estar próxima la hora, pero la calle Doña María Coronel sigue solitaria. Nada comparable a esas misas del gallo con la iglesia atestada por igual de mendigos y de personas principales, que ni el arzobispo faltaba a ninguna. No recuerdo haber sentido placer mayor que el que me erizaba la piel cuando me sentaba frente a ti. Ni siquiera con mi esposa gocé tanto, Dios me perdone. Mis dedos te acariciaban hasta que me devolvías un sonido tan dulce que todos los presentes contenían la respiración para no perturbar la magia del instante. 

Al dar las doce campanadas has vuelto a resonar en el convento de Santa Inés y mi pobre espíritu de organista enamorado se estremece. La única pena que tengo es no haber disfrutado nunca de la visión de tu grandiosidad. Mi hacedor me pensó viejo, enfermo y ciego. Desde entonces, regreso a tu lado cada nochebuena para recrear la leyenda en la imaginación de los eternos románticos.

La Luz

Venus del espejo


Soy Fatima “ la portuguesa”, el secreto mejor guardado y hasta ahora desconocido de D. Diego Velázquez. 

Unos familiares me llevaron a su casa al poco de casarse con Juana. Mi condición era sirvienta. Nuestro primer encuentro fue en el estudio de D. Diego, quedó dicho que yo sería la única que tendría acceso a aquel lugar sagrado, para limpiarlo. Nunca debería tocar ni las pinturas , ni los pinceles. 

Un día le dije provocativa :” sino puedo tocar los pinceles , usted tampoco me podrá tocar a mi”. Esto le encendió de tal manera que allí mismo me hizo suya. Tarde mucho en quitarme la pintura con aguarrás. 

Desde ese día Juana notó algo , no supo lo que era o sí, pero no dijo nada. Yo, la inculta portuguesa, sabía de sobra lo que había pasado: la luz y la inspiraciòn para Diego ya siempre sería yo.

La reina muerta


María de Padilla


Allí estaban todos presentes, de negro riguroso, no faltaba un anima. << ¿Quién querría perderse semejante espectáculo dantesco?>> murmuraban nobles voces dentro de la capilla real de la catedral de Sevilla. Asistían atónitos y maravillados, a la coronación de un cadáver. El putrefacto hedor era disimulado por un manto de flores e incienso. Los presentes contenían el aliento cariacontecidos frente a la soberana mortaja, mientras afilaban sus bífidas lenguas. Se contaban por doquier quienes ponían en entre dicho aquel casamiento clandestino, que hogaño veía la luz. Todos sabían de la servidumbre de Gómez Manrique, como éste, el arzobispo de Toledo, había conseguido provechosas prebendas a cambio de que anulara su casorio con Doña Blanca de Borbón. 

Loco de amor su majestad ni comía, ni dormía. Testimoniaban que al hacer mella la peste en su vástago y su amada, mandó encolerizado envenenar a Doña Blanca a Medina-Sidonia

<<¡Que vuestras mercedes sepan que fue María Padilla, no otra, mi único y verdadero amor!>>- recitaba a quien quería prestar oídos.

Dentelleada la carne la sangre brotó del palio arzobispal... 
-Est regina vivit- exhaló.

sábado, 14 de abril de 2018

El peso de la conciencia

Torre de la iglesia de San Lorenzo

Suena una campanada.

—Puedes elegir entre el oro y el plomo.

El plomo de la pistola que se le clava en las costillas o el oro que ese hombre embozado le ha ofrecido al albañil Esteban Pérez, tras despertarle de madrugada, por hacer un sencillo trabajo: construir un muro en su sótano.

Pero ahora Esteban puede ver que, tras ese muro, quedará encerrada una mujer.

Una bala pesa nueve gramos. Nueve gramos de muerte que le obligan a ejecutar su tarea.

Suena una campanada.

El hombre vuelve a vendarle los ojos, suben de nuevo al carruaje y el albañil es devuelto a su casa. Las monedas con que ha sido recompensado le pesan en el bolsillo.

Esteban intenta dormir. El peso del plomo y el peso del oro no equilibran la balanza del peso de su conciencia.

El juez de guardia le pregunta por la casa del sótano. Esteban únicamente recuerda las campanadas, una cada cuarto de hora. Solo la iglesia de San Lorenzo tañe los cuartos. Eso fue lo que la salvó.

viernes, 13 de abril de 2018

Vámonos pa la feria


Paco Palacios, "El Pali", con su madre

Cuando el ambiente en el corral del Conde decaía, los hombres que allí se congregaban se metían con él. - Anda, Pali, dinos de qué equipo de fútbol eres. Él, campechano, orondo por los petisús que le volvían loco y un puro en la boca, parecía que había estado esperando la pregunta. Plantado en el medio soltaba la frase que tanto gustaba: -Quiyo, dos veces bético porque soy diabético. Al oír el chascarrillo se reían con tal alborozo que sin esfuerzo se liaban a urdir sevillanas. Armados de almirez y palillos hilvanaban estrofas, zurcían con música y duende la madrugá deshilachada. Había querido ser atleta. De joven y canijo corrió con ahínco; pero para júbilo de los hispalenses abandonó aquellas prisas. Poco le costaba al cantaor ver a través de las gafas de culo de botella el mundo con alegría, repartir desparpajo. En una de las rectas finales y antes de que alguien cayera en la tentación dejó dicho: El día que yo me muera que no me llore Sevilla. Aunque como era de esperar, nadie le hizo caso.

jueves, 12 de abril de 2018

Ardiente inocencia




Cerré los ojos para no verla allí, maniatada, expuesta a los ojos del vulgo, mientras encendían la pira. El fuerte viento trasladaba el hedor de la plebe; humo, sudor, alcohol y otros tantos olores que me dieron arcadas.

La noche anterior había dormido a sus pies, como siempre que su hijo volvía. Temblé al oírle aporrear la puerta de mis aposentos ebrio de lujuria, gritando obscenidades. Doña Urraca daba vueltas a su ajado rosario musitando oraciones inteligibles.

Aquella mañana la apresaron cuatro hombres uniformados mientras ella defendía su inocencia con los ojos clavados en su hijo que yacía tumbado en el suelo aún sumido en estado comatoso derivado de la embriaguez. Conspiración contra el Rey, alegaban.

Abrí los ojos ante el clamor general y pude ver como su hijo y su marido la miraban atónitos. El viento había subido la falda y enaguas de mi señora dejando a la vista su impoluta piel hasta el vientre, mostrando los muslos y el pubis. La gente reía. No lo dudé, corrí lanzándome a la pira para cubrir sus vergüenzas con mi cuerpo.

miércoles, 11 de abril de 2018

La mirada de un joven periodista

Manuel Chaves Nogales


Jorge termina este año la carrera, es nieto de pintor, hijo de padre periodista y madre pianista. Sabe mirar, investigar, conocer. Su trabajo fin de Master versará sobre Manuel Chaves Nogales, periodista y escritor sevillano nacido en 1897 en la calle Dueñas. Cronista de la ciudad Hispalense, fue reportero de gran talento. Su inquietud por las letras y la crónica le hicieron comprometerse tanto que terminó exiliándose en París. Murió en 1944.

Este joven futuro periodista se ha trasladado a Sevilla, donde estudia para descubrir al autor. Han tenido que pasar muchos años para que se reconozca a Chaves Nogales como gran escritor, magnifico periodista y notable personaje de la España de primeros del siglo XX. Su obra está siendo recuperada después de incontable tiempo en el olvido.

Jorge, hombre de esta época, participó en las calles del 15M es un ecologista sin reparos. Le interesa todo como joven del siglo XXI. Sus ojos cuando lo conoces te lo dicen.

Hace unos días lo encontré por Sevilla. Jorge y Manuel, el tiempo lo dirá, lleguen a tener una mirada semejante.

Tiempo soy

Bartolomé Esteban Murillo, Autorretrato

Cuatrocientos años es mucho…o poco. Según contemos.

Sea como fuere, yo he estado ahí. Desde el inicio de su primera obra, hasta el final de la última.


Y le he visto creando…

Creando literatura: cada personaje suyo nos cuenta una historia, si sabemos leer «entre líneas».

Creando escultura: cada paletada suya nos introduce en un mundo tridimensional, delineando formas con su pincel.

Creando música: cada obra suya sostiene un ritmo y una armonía que puede rivalizar con la mejor melodía jamás creada.

Creando vírgenes, niños, muchachas, ángeles…


Y he paseado por su legado:

Por conventos, hospitales, iglesias; por jardines que llevan su nombre; por su instituto, lleno de niñas correteando por los pasillos…


En definitiva, he estado en todos lo lugares por los que ha ido «creando escuela».


Cuando acabe el cuarto centenario y sus obras retornen a los lugares de origen, nos arrancarán parte de nuestra historia…otra vez.


Porque Bartolomé Esteban Murillo es mucho más que un pintor de fama universal. Es un genio. Es de todos. Y es sevillano.


Todo lo demás, está en los libros.

Apócrifo fiel

Antonio Machado

Hace años que murió, si es que alguna vez llegó a nacer. Juan, sevillano según dicen, ronda siempre por la puerta del cementerio. No pide nada, solo se dirige a quienes llegan a visitar a sus difuntos y les regala una de sus sentencias, como «Aprendió tantas cosas que no tuvo tiempo para pensar en ninguna de ellas», o «Un pedagogo hubo; se llamaba Herodes»; pero como son franceses, no entienden nada y se limitan a saludar con una sonrisa y a proseguir su camino, habituados ya a su presencia educada e inofensiva. Sin embargo, cuando quienes llegan con flores en las manos son españoles, circunstancia nada infrecuente, sí reconocen su «Ayudadme a comprender lo que os digo y os lo explicaré más despacio», seguido de «¿Comprendéis ahora por qué los grandes hombres solemos ser modestos?» con que les obsequia. Se emocionan, conversan con él, le llaman por su apellido, De Mairena, le oyen despedirse diciendo «No hemos de incurrir nunca en el error de tomarnos demasiado en serio», y se congratulan de haber venido hasta Collioure.

martes, 10 de abril de 2018

Crimen en la desaparecida calle de los Cuatro Cantillos

Cabeza del rey don Pedro

Hubo un tiempo en el que, a través de las ventanas, las viejas —las que más, con diferencia— y algunos viejos —mucho menos— observaban cuanto acaecía en las calles. Las celosías, con sus bien enrejados listoncillos de madera, o las persianas, entonces esteras de esparto muy bien entretejido, guardaban celosamente el interior de las casas, aunque permitían que se siguiera con sigilosa discreción el transcurso de la vida afuera. Niños correteando mientras pisan charcos; buhoneros que pregonan sus preciados géneros; novios que se besan con pasión... O la muerte en vivo, como aquella que la longeva Bernarda —nombre inventado que aún preserva su verdadera identidad— contempló desde una privilegiada atalaya: el altillo doméstico de la carbonería que regentaba su hijo. Sucedió cierta noche de primavera sevillana cuando escuchó ruido de espadas. Acompañada de un candil, osó asomarse para presenciar cómo asestaban una cuchillada decisiva a un joven y noble caballero. Vio cómo y también al diestro asesino, reconocible por su peculiar forma de andar. Quien este fue lo dejaremos para la leyenda popular. O para la Historia Moderna de España.

Un paseo por Triana

Santas Justa y Rufina, de Murillo


¡Despierta Rufina que hoy nos sacan a pasear por Triana! Fijate que han pasado siglos y aún no me lo creo, ¡patronas de Hispalis! ¿se puede otorgar mayor honor? Dos humildes alfareras como nosotras que lo único que hicimos fue negar un donativo a Venus, y mira tú, elevadas a los altares. Y yo además en la estación de ferrocarril, que digo que puestas a repartir honores, podían haber plantado tu nombre al aeropuerto y no el del bueno de Pablo.

Claro que también penamos lo nuestro, que llevarnos descalzas hasta Sierra Morena se las trae, y ya ni te cuento lo del potro de torturas. Menuda cara se le quedó a Diogeniano cuando soltó al león para que te comiera y el pobre animalillo solo te lamió las heridas de los pies. Pero eso ya es agua pasada.

¡Vamos Rufina, ayúdame que la Giralda pesa! ¡a ver si la salvamos del terremoto y ahora se me va a caer a mí!

Rufina se coloca mientras susurra entre dientes —No mandan nada las hermanas mayores, no ni ná—

lunes, 9 de abril de 2018

El azahar de la playa

"El Risitas" y "El Peíto"

Ya llueve, Juan, y se acabó la sequía. Ya podrías limpiar las veinticuatro paelleras debajo del grifo de la cocina del restaurante sin tener que sacarlas a la orilla del mar para que “el azahar de la playa” les quitase el moho y la mugre, incrustadas durante meses, a lo largo de la noche por obra y gracia del oleaje salino y la luna. Aunque subiese la marea, no habría riesgo de que te quedases sin ellas. Podrías con ayuda de El Peíto, lavarlas con agüita clara y un chorro de Fairy en la pila de la cocina del restaurante entre “risitas y cuñaooos”. Vuestros compañeros se partirían de risa, sobre todo por esos bañadores de colores que habríais elegido para amenizar la faena. Los “quinterianos” sois así: hijos de la farándula, los bares y las calles. Pero, Juan, Peíto, Antonio Rivero Crespo nos dejó el día después de los Santos Inocentes de 2003 con solo 44 años, en el Hospital Universitario Virgen Macarena de Sevilla. Debido a su precaria situación, su representante sufragó los gastos del sepelio. Ya lo sé, Juan, se acabó la sequía, pero sin “Peíto” no es lo mismo ser vagabundo, ratón colorao ni loco de la colina.

Pero Bizet no le hizo caso

Monumento a Carmen en Sevilla

Estimado Monsieur Bizet,


Sé que moriré pronto…

Poco nos conocemos y, sin embargo, me atrevo a pedirle su ayuda…

¿Recuerda aquella última vez que nos vimos? ¿Recuerda mi novela “Carmen”, de la que hablamos?

Sé que esto le sorprenderá, pero Carmen realmente existió. La amé hasta volverme loco, y ella también me amaba. Era vital y apasionada pero no tenía los instintos indeseables con los que la describí. Nunca aceptó ser mi amante. Deseaba casarse con la persona que amase, pero yo ya estaba comprometido. ¡Hubiera dado mi vida por tenerla entre mis brazos! Sin embargo, fue la suya la que me cobré… La asfixié en un arrebato de locura. No se imagina la tortura que ha sido mi existencia desde entonces…

¡Ayúdeme a que Carmen sea resarcida y así descansar en paz! Le ruego que cree la mejor ópera que nadie haya escuchado contando su verdadera historia. ¡Convierta a la auténtica Carmen en un mito y que todo el mundo sepa que yo fui su asesino!

Desde la eternidad le estaré siempre agradecido.

Cannes, septiembre de 1870.


Prosper Mérimée

domingo, 8 de abril de 2018

Largos silencios


Paco, "El mudo de Santa Ana (o de Triana)"

Me miras. Estás de espaldas al muro y me miras. No puedes verme, pero sabes que estoy temblando y con los ojos puestos en ti, oculto en la húmeda cripta de la Capilla de las Ánimas. Pase lo que pase, no saldré. Siempre te obedezco, padre. Oigo los disparos resonar con el eco de las bóvedas. A través de la losa rota, te veo caer destrozado contra el suelo; la sangre empapa tu camisa gris. Con cinco años me quedo huérfano y mudo para siempre.

En la vejez, mi hogar es el silencio de las iglesias y la quietud del alma. Mi trabajo, ir de acá para allá abriendo puertas mientras acarreo el gran manojo de llaves que entrechocan por la retorcida coreografía que escenifico al andar. Mi lucha, no sentir el pudor de que Dios me permita cada primavera, cuando la gente bulle por las esquinas del arrabal, conjurar mi dolor. Y así, durante unos minutos, dejar de oír las balas para liberar los gritos que mi garganta quiso proferir frente a un muro.

El ángel rojo

Melchor Rodríguez


El negro cañón del revólver apuntaba a su pecho, pero Melchor no se dejó intimidar. Siempre dijo que había que morir por las ideas pero nunca matar por ellas y quizás era el momento de demostrarlo. Una vez más su oponente cedió ante su firme voluntad y se fue maldiciendo en voz alta. Otro grupo de presos podría ver amanecer un nuevo día y eso, en aquella guerra cainita de odio y barbarie, no era poca cosa. Desde que le nombraron delegado de prisiones en Madrid había salvado miles de vidas, pero se sentía cada vez más solo en su lucha. Los comunistas querían apartarlo, los soviéticos eliminarlo, incluso los suyos le miraban con sospecha, mientras él les repetía su particular credo: Libertario y anarquista, siempre. Asesino, nunca.

Pasada la breve euforia se sintió invadido por el desánimo. Tristemente contempló la foto sobre su mesa, vestido de luces en la plaza de Madrid antes de la cogida y pensó que, de todos los adversarios a los que se había enfrentado en su vida, el único noble había sido el toro.

sábado, 7 de abril de 2018

En las fronteras del arte

La Pantojita


Entre veladores, sombrillas, turistas y entusiastas, vestida con estridencia y adornos de faralaes, recita estrofas, quizá de sevillanas o bulerías.

Se acompaña con su guitarra que desacompaña la desafinada tonadilla pero, con tanta gracia y entusiasmo, que contagia y arranca una sonrisa del alma.

El cariño entrega y atrae con su humilde salero. Alcanza las fronteras del arte que, en sueños, traspasa en su ingenuidad ingeniosa.

La música sentida, una guitarra que tocar no sabe, una voz sin depurada técnica que, con desparpajo, canta palabras y versos sin rima pero que llegan, que encantan, mas no afinan.

Su guitarra acompaña con ignotos acordes en rebeldía, libres y en anarquía. ¿Quién dice que derramar cariño no es arte?

Su público, Sevilla, Triana, Chipiona… con afecto le saludan y la reclaman. Ella, la mano y el corazón les agita.

Le llaman La Pantojita.

Doña Inés de Ulloa: extinción de pareja en una parte



Hablad por vos, ¡oh don Juan!,
que no podré persistir
mucho tiempo sin vivir
tan nunca sentida libertad.
¡Ah! Hablad alto, copón,
que oyéndoos prevalece
que mi cerebro embravece
y saja mi corazón.
¡Ah! Me habéis dado a romper
esta esclavitud sin duda,
con esta actitud tan ruda
sin respeto a mí, mujer.
Tal vez denigréis, don Juan,
con vuestro apuesto careto,
a quien no acepte este reto
de seducirme, bacán.
Tal vez Satán puso en vos,
su vista destructora,
su palabra reductora
pero yo empodero a nos.
¿Y qué he de hacer, ¡ay de ti!,
sino deshacer estos lazos
y partirlos en pedazos
y largarme ya de aquí?
No, don Juan; en poder mío
soportarte no está ya;
me voy de ti, como va
salmón contracorriente al río.
Tu presencia me envenena,
tus palabras me amotinan,
y tus ojos me golpean,
y tu aliento me repugna.
¡Don Juan! ¡Don Juan! Me valoro,
y no pierdo la ocasión,
de largarme de prisión:
aquí te pudras, me adoro.

viernes, 6 de abril de 2018

Trajano

Trajano

Tras ese nombre de combinado espirituoso (“Camarero, dos trajanos y un Bloody Mary”) se esconde un tipo rudo a la vez que delicado, filántropo empedernido, minucioso, infalible estratega, arquitecto de acueductos, calzadas y puentes, guerrero temido y emperador de la mayor expansión militar romana de todos los tiempos ¿Y todo para qué? Para ser recordado por su busto de mármol y ese corte de pelo realizado, sin duda, por su más feroz enemigo. Pregunte, pregunte usted por ahí por Trajano (“Sí, me suena ¿Es el defensa central del Steaua de Bucarest, verdad?) Y volvemos al combinado: “Camarero, tres trajanos, dos Dry Martini y un Bloody Mary”. Es lo que suele suceder cuando naces con cara de estatua.

Oferta de trabajo

Vicente el del canasto


Miro por la ventanilla del taxi. Está lloviendo; eso en Sevilla es una maravilla… El paseo de Colón está imposible, llegaré tarde, ¡maldita lluvia! No avanzamos. Mi móvil me recuerda que la entrevista de trabajo debería comenzar.

¡Qué susto! Un tío ridículo con gabardina, jugándose la vida entre los coches, toca el cristal. ¿Qué quiere? El taxista me dice que no me preocupe: es Vicente el del canasto. Me mira con una mano puesta de visera y eleva la otra, que sostiene un cubo de plástico con algún tipo de mercancía dentro. ¿Pretenderá que le compre algo? Ni loco; no estoy yo con cuerpo para limosneros. Evito su mirada y giro la mía hacia el Guadalquivir.

No sabe quién era Vicente el del canasto, ¿verdad?, me dice el taxista. No contesto. Llegamos a destino. Pago la carrera. Antes de bajar, insiste en preguntarme. Ante mi silencio, me dice: Vicente era el alma de Sevilla; hace casi veinte años que nadie lo ve. Ha perdido la oportunidad de congraciarse con él. Este trabajo no es para usted.

Bulerías

Joaquín Turina


"Bulerías, Joaquin -dicen que le decía Albéniz-. Escucha tus raíces andaluzas, flamencas, gitanas. Deja a un lado lo francés, escucha el canto popular." Y Joaquín, niño prodigio, que había compuesto su primera ópera a los quince años, escribió bulerías, pero también peteneras y guajiras, en compás de amalgama. Como también pasodobles y jotas. Siempre bajo un signo romántico con un toque impresionista.

"Bulerías, miarma, con su entrada y sus variaciones, sus falsetas y su temple, sus machos, sus ayeos, quejíos y remates, sus glosolalias. Ya no hablemos del baile, del marcaje y la llamada, el desplante, la escobilla, la pasada."

"Bulerías en Triana, en el Altozano, en la Macarena, en el Aljarafe. Pero también, de manera general, en Tierra de María Santísima."

Turina fue flamenco y popular. El Flamenco está lleno de duendes que te alegran las penas. Decía Luís Rosales que la alegría no tiene historia. Quizá la pena la tenga. Turina la tuvo por bulerías. Desde su piano de cola o su acordeón de niño. Desde su duende andaluz, pero también, de manera especial, flamenco y gitano.

Manuel

Pablo de Olavide


Médico, como sus padres: quizá ingeniero, igual que el hermano. Las buenas notas del niño Manuel en el colegio presagiaban otro futuro universitario en la familia, aunque a todos les preocupase su escaso interés por las asignaturas de ciencias, con mejor porvenir profesional. También que, siempre con la cabeza en sus propias inquietudes, no le interesaran demasiado las pugnas eternas entre sus amigos sobre el Sevilla y el Betis, como tampoco las procesiones de la capital hispalense.

Un día cayó en sus manos la biografía de un criollo de Lima, célebre por haber realizado el primer plano de Sevilla, pero sobre todo por haber traído hasta Andalucía las ideas de la Ilustración. La razón, el conocimiento, el rechazo de dogmas establecidos, calaron en la activa mente del muchacho, llena de preguntas.

Nadie antes había obtenido unas calificaciones tan altas en un grado de Humanidades. El rector, en el discurso de graduación, dijo de Manuel lo mismo que Voltaire de Pablo de Olavide, que da nombre a la universidad: “Hombre que sabe pensar”.

Su familia y amigos aplaudieron orgullosos.

El hombre de piedra

Hombre de piedra



Las intimidades de las piedras son un misterio que solo unos pocos conocemos. Las más singulares están localizadas en parajes recónditos donde Dios puede manifestarse en cualquier momento. Sienten un pudor casi humano por ese prodigio capaz de cambiar su naturaleza mineral. Se sabe que algunas han alcanzado otra conexión con el paisaje. Su dureza pétrea se ha vuelto flexible y frágil como la carne, y han logrado abandonar la quietud y sus largos silencios, moldeándose en ellas una coreografía de contorsiones cercanas a las emociones. Las más vitales y expresivas han podido pasear por las grandes urbes, cantando y dando palmas por sus calles, y riendo tanto que han vuelto a quedarse de piedra. Una de ellas, de apariencia masculina, se ha encontrado en una preciosa ciudad andaluza, en una calle larga y estrecha, empotrada en una especie de hornacina a nivel de la acera.

lunes, 2 de abril de 2018

Una historia que parece cuento

Gustavo Adolfo Bécquer

Maldigo el día en que mezclé la suerte que habían de correr mis poemas con la de un ministro contra el que se levantaría un pueblo. Mis palabras quemadas, perdidas (“yo soy un hombre… y también lloro”) y sin embargo la poesía, esa mujer desconocida (“¿qué es poesía?”) vuelve a rodearme de un “rumor de besos” y de un “batir de alas”. Así es como domo las palabras, las retuerzo y vuelven mis rimas, que fecho y guardo junto a mi pecho.

Fue después, en ese Madrid moderno por el que circulaban los tranvías, cuando mis pulmones, curtidos en mil batallas, pierden. Me descubro “todo mortal” y acabo yéndome un día en el que hasta el Sol se apaga en el cielo. Y es con mi muerte donde empieza la leyenda, un cuento; y son mis amigos, que publican desordenados mis versos, quienes cuentan una historia de mí que no soy completamente yo pero que, curiosamente, me convierte en ese rostro que te mira desde un billete.