domingo, 8 de abril de 2018

El ángel rojo

Melchor Rodríguez


El negro cañón del revólver apuntaba a su pecho, pero Melchor no se dejó intimidar. Siempre dijo que había que morir por las ideas pero nunca matar por ellas y quizás era el momento de demostrarlo. Una vez más su oponente cedió ante su firme voluntad y se fue maldiciendo en voz alta. Otro grupo de presos podría ver amanecer un nuevo día y eso, en aquella guerra cainita de odio y barbarie, no era poca cosa. Desde que le nombraron delegado de prisiones en Madrid había salvado miles de vidas, pero se sentía cada vez más solo en su lucha. Los comunistas querían apartarlo, los soviéticos eliminarlo, incluso los suyos le miraban con sospecha, mientras él les repetía su particular credo: Libertario y anarquista, siempre. Asesino, nunca.

Pasada la breve euforia se sintió invadido por el desánimo. Tristemente contempló la foto sobre su mesa, vestido de luces en la plaza de Madrid antes de la cogida y pensó que, de todos los adversarios a los que se había enfrentado en su vida, el único noble había sido el toro.

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