martes, 10 de abril de 2018

Crimen en la desaparecida calle de los Cuatro Cantillos

Cabeza del rey don Pedro

Hubo un tiempo en el que, a través de las ventanas, las viejas —las que más, con diferencia— y algunos viejos —mucho menos— observaban cuanto acaecía en las calles. Las celosías, con sus bien enrejados listoncillos de madera, o las persianas, entonces esteras de esparto muy bien entretejido, guardaban celosamente el interior de las casas, aunque permitían que se siguiera con sigilosa discreción el transcurso de la vida afuera. Niños correteando mientras pisan charcos; buhoneros que pregonan sus preciados géneros; novios que se besan con pasión... O la muerte en vivo, como aquella que la longeva Bernarda —nombre inventado que aún preserva su verdadera identidad— contempló desde una privilegiada atalaya: el altillo doméstico de la carbonería que regentaba su hijo. Sucedió cierta noche de primavera sevillana cuando escuchó ruido de espadas. Acompañada de un candil, osó asomarse para presenciar cómo asestaban una cuchillada decisiva a un joven y noble caballero. Vio cómo y también al diestro asesino, reconocible por su peculiar forma de andar. Quien este fue lo dejaremos para la leyenda popular. O para la Historia Moderna de España.

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