jueves, 12 de abril de 2018

Ardiente inocencia




Cerré los ojos para no verla allí, maniatada, expuesta a los ojos del vulgo, mientras encendían la pira. El fuerte viento trasladaba el hedor de la plebe; humo, sudor, alcohol y otros tantos olores que me dieron arcadas.

La noche anterior había dormido a sus pies, como siempre que su hijo volvía. Temblé al oírle aporrear la puerta de mis aposentos ebrio de lujuria, gritando obscenidades. Doña Urraca daba vueltas a su ajado rosario musitando oraciones inteligibles.

Aquella mañana la apresaron cuatro hombres uniformados mientras ella defendía su inocencia con los ojos clavados en su hijo que yacía tumbado en el suelo aún sumido en estado comatoso derivado de la embriaguez. Conspiración contra el Rey, alegaban.

Abrí los ojos ante el clamor general y pude ver como su hijo y su marido la miraban atónitos. El viento había subido la falda y enaguas de mi señora dejando a la vista su impoluta piel hasta el vientre, mostrando los muslos y el pubis. La gente reía. No lo dudé, corrí lanzándome a la pira para cubrir sus vergüenzas con mi cuerpo.

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