lunes, 30 de abril de 2018

Duende

San Isidoro de Sevilla

Isidoro hablaba con Dios. Padecía revelaciones en forma de paloma, pero la más frecuente era la de un duende, fumador en pipa, que desprendía un olor opiáceo por todo el monasterio. Lo escondía bajo la capucha de su traje de fraile. Caminaba ladeado y cabizbajo, hablando solo, susurrando detrás de los magnolios. Isidoro redactaba lo que él le contaba: desde los Orígenes hasta los misterios de los números y las cosas. Pasados los meses, el enanillo decidió no trabajar los domingos, según mandato divino, lo que desesperaba las ansias de saberes inflamadas de Isidoro. Una noche, el duende le adelantó el futuro, y le explicó razones de los sindicatos, del darwinismo, de la marihuana. Demasiado para su mente medieval: en la batalla dialéctica golpeó la mesa con su puño y espachurró accidentalmente al hombrecillo sobre un códice. Solo quedó su pipa. No hubo más revelaciones. Isidoro moriría en olor de santidad, indagando caprichosas siluetas de humo en las aristas de los claustros. La gente dice que el duende permanece.

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