domingo, 29 de abril de 2018

Infiernos

Retrato de María Fernández Coronel, por Joaquín Domínguez Bécquer

En la alcoba del palacio no hay tregua para don Pedro. Noche tras noche busca el amor en brazos de una de sus amantes y, noche tras noche, la mujer abandona el lecho, despavorida, ante los gritos desesperados del monarca: justo antes de llegar al clímax los rasgos de cada uno de los hermosos rostros se desfiguran bajo terribles cicatrices, en todo semejantes a las que dejara el aceite hirviendo en la faz de María Coronel, aquella dama que prefirió la deformidad a la deshonra. 

En la celda del convento no hay paz para doña María. Noche tras noche recibe en sueños las caricias, cadenciosas primero, encendidas más tarde, de un amante fantasma. Y noche tras noche la abadesa despierta, húmeda y anhelante, al oír unos gritos desesperados de varón, semejantes en todo a los que profirió don Pedro —dispuesto a toda costa a gozar su belleza— al verla verter sobre su hermoso rostro una vasija de aceite hirviendo.

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