viernes, 8 de junio de 2018

Aroma de vida




De una estocada certera, acabó con su rival. Él también iba herido de muerte.

Comenzó a caminar, tambaleante, para alejarse de aquella amalgama de sangre, tierra y agua. Y de aquélla a la que amaba y por la que se encontraba allí, batiéndose en duelo, esa maldita mañana.

Ana estaba sentada en la piedra, aún fría, de los escalones de la torre. Una leve brisa acariciaba unos mechones rebeldes de su cabello, que revoloteaban por su rostro.

En aquel momento, el corazón quería huir ―pero no podía, pero no sabía―al viento.

Se dirigió hacia la calle Génova, dejando atrás a su enamorada.

Poco a poco fue tomando conciencia de un agudo dolor en el pecho. No era dolor físico. Era algo sobrenatural que lo acongojaba.

Dio su revés la luz y nació el negro, perdiendo la noción de tiempo y estabilidad. Comenzó a girar sobre sí, cayendo al suelo de rodillas.

Presentía cercano el final. Lo único que le mantenía ligado a este mundo, ya de sombras, era un intenso olor a azahar que le perseguía.

Cuando quedó, al fin, tendido en el suelo, algo rozó su hombro.

―No temas. Soy Ana―dijo en un susurro, acariciándole la mejilla.

¡Ana! Era ella la que le mantenía aún con vida ¡era su aroma!

―¡Ana! ¡No me has dejado!―dijo con el último aliento.

Ana, en un murmullo, respondió:

―Me estás enseñando a amar. Yo no sabía. Amar es no pedir, es dar. Mi alma, vacía.

Y, mientras ella recitaba estas palabras, Juan expiró.




Mª Teresa Rodríguez Yagüe

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