domingo, 10 de junio de 2018

Piedras de río


Primero crecía el ojo derecho. Luego, menguaba, y aumentaban el izquierdo y la nariz. La onda seguía propagándose hasta que, por impacto de una nueva roca, el rostro reflejado se fragmentaba por completo. 

«Ahora sé que eras tú», esbozaron los labios de Nico ante el insensible niño acuático, que casi podría ser su gemelo idéntico (excepto por eso de que fuera unas veces cóncavo, otras plano, algunas convexo…). 

En vano, le arrojó otra piedrecita a la cara. A veces sonaban a «glup», otras más bien a «splash». Comprobó que, en este último caso, si caían con la fuerza suficiente, un poco de agua escalaba por el bordillo del río, creando la forma lobulada de las crestas de las olas en grabados japoneses, o, tragó saliva, salientes como los deditos de una mano infantil que busca compañía. 

Retrocedió, con cuidado de pisar suelo seco y rígido. «Nos confundió, claro. Por eso se fue contigo

A Nicolás nunca le gustó el agua ni en ríos ni en piscinas. Decía que, en ella, su reflejo impreciso tenía algo de inquietante. Lo que jamás mencionaba era que, a veces, junto a su propio rostro, creía distinguir la sombra hundida del cuerpo de su padre.

Isabel Ballester Torremocha

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